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Published byÁngela Morlan Modified over 9 years ago
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Cuando Dios elige ministros suyos, deja a su Verbo la elección.
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“Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.”
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“No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero.” (Jn 15,15-16).
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La elección indica siempre predilección. Una de las primeras cualidades será la docilidad al Espíritu Santo.
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Dios creó a los hombres por amor y con libertad para elegir entre el bien y el mal pero ellos pecaron (Gén 3,9) originando así un desequilibrio, un desorden. De ahí nace el sufrimiento, y la necesidad de la expiación, para restablecer el equilibrio, el orden y la felicidad eterna. Dios envía a una Persona divina, su Hijo, a "aplastar la cabeza de la serpiente", para que ame como Dios, hasta el sacrificio y con un corazón lleno de misericordia.
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Ese Hombre Dios, "traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero“ Isaías 52,13, es la Cabeza, a la cual quiere unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores con El de toda la humanidad.
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El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha constituido Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.
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Para eso, antes de morir, ha elegido a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus hermanos.
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Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión.
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Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos.
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Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes difícilmente lo seremos porque a través de los sacramentos Jesús nos santifica. Nada hay en la Iglesia mejor que un sacerdote. Sí lo hay: dos sacerdotes. Por eso hemos de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38).
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